"Cuando tenía cuatro años, hice
una pataleta fuerte, ya no me acuerdo por qué. Pero sí me acuerdo que mis papás
me encerraron en la casa y yo estuve solo, completamente solo, toda una tarde,
como castigo. Me acuerdo haber sentido terror de que se fueran para siempre.
Ese día me hice caca. Cuando mis
papás llegaron, estaba oscuro, y yo había pasado horas entero cagado. Ahí
aprendí que sólo me querían si era un niño bueno y amoroso. Aprendí que tenía
que guardarme todo lo malo, toda la rabia, toda la mierda...". Yo:
"Uff... ¿Y tuviste algún problema posterior con el control de esfínter o
con hacer caca?" Rafael: "Ensucié mis calzoncillos desde los cinco
hasta los nueve años. Fue una pesadilla. Nadie lo supo, sólo mi nana y yo. Yo
mismo lavaba mis calzoncillos.
Tenía terror de que mis papás
supieran...". Yo: "O sea que no tenías permiso para dejar la
cagá...". Rafael suspira: "Ese es mi eterno miedo... Dejar la cagá:
en mi pega, con mi mujer, con mis hijos... Es como un temor irracional, porque
no hago las cosas mal, al contrario...". Yo: "Me imagino que eres un
buen hombre, amoroso...". Rafael: "Sí, igual que cuando
chico...". Yo: "Bueno, ese temor no tiene nada de irracional: es
emocional y sensato, porque aprendiste a que si dejabas la cagá, te podían
abandonar...". Rafael me escucha y deja caer un par de lágrimas:
"Perdona, no quería llorar, me propuse no llorar". Yo: "Acá no
estás obligado a controlarte ni a ser algo así como un "buen
paciente". Yo no me voy a ir de aquí: por el contrario, me parece muy sano
que puedas sacar afuera lo que tienes guardado...".
Rafael llora. Su llanto ahora es más intenso. Como el de un niño de cuatro años.
Estaré dando un entrenamiento “Exclusivo” para atrevidos seres humanos que estén dispuestos a sanar sus heridas inconscientes del niño interior y quieran comprometerse a crear una nueva vida